Rozamos los "te quiero" como si fuera algo extraño.
Éramos conscientes de que si alguien lo decía, se iniciaba
el principio de algo doloroso y placentero.
Los esquivamos con clase, con pequeños vaciles que nos
sacaban tímidas sonrisas.
También utilizábamos silencios largos y miradas a los ojos.
Al final, todo cayó por su propio peso.
Se alejó caminando de espaldas, con la mirada fija en mi
boca, y cuando estaba a diez metros de distancia se paró en seco.
Saco una manzana de su bolso, se la puso en la cabeza y dijo el “te
quiero” más sincero del mundo.
Esperaba mis cuchillos.
Ya no le importaba morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario